martes, 11 de mayo de 2010

EL MILAGRO DE LA SANTA



Un cuento de Ángeles Prieto Barba


A Daniel Moyano,

Mucho más luminoso que un día de Corpus fue para mí cuando mi padre, terminada su jornada como policía municipal, apareció subiendo los escalones de nuestro quinto piso cargado con pequeñas banderitas de colores. ¿Qué le traigo hoy a mis niñas, qué? Pues me recuerdo entonces dándole una y mil vueltas al triste boniato guisado que constituía toda mi cena, cuando había cena, claro, y escuchando los gritos de mi hermana mayor obligándome a que me lo tragara de una vez. Las letanías y sermones de todos los días, aquello de que los pobres no podían hacer melindres y ascos a la comida. Sólo que yo ya estaba ahíta, llena, harta de un hambre que sólo se saciaba con lo mismo. Y pensaba ya en mi cama en dormir y dormir hasta desaparecer, como muchos de los niños que conocí y que durmiendo un día se fueron volando al cielo, como me contaron, para nunca más volver. Y a los que un día los mayores velaban, como angelitos perdidos.

Las extrañas banderitas, de azul y plata, que mi padre nos regaló dándonos besos esperanzados, eran para mañana. Le brillaban los ojos mientras nos contaba una historia maravillosa, un suceso celestial que ocurriría al día siguiente. Porque por lo visto a las diez, cuando el sol brillara ya en lo más alto, se esperaba que arribara a nuestra isla una santa, una santa real y verdadera escapada dios sabe de qué estampita, y que, compadecida de nosotros, venía a quitarnos nada menos que el Hambre. O al menos, eso fue lo que yo le entendí, entre frases entrecortadas de apariciones, milagros y venturas para siempre jamás. Y yo siempre creí en los soñadores ojos de mi padre y nunca puse en duda sus historias, y si me decía que mañana vendría no una santa, sino la mismísima Virgen, hasta aquí llegaría para poner fin al grito de nuestros estómagos. Aunque me conformaba entonces con menos, importándome mucho más que acabara con el olor del hambre, esa peste que no me dejaba comer, que con el hambre misma. Que acabara con ese tufo nauseabundo que dejaba las escamas de mi piel cuando fregaba el suelo, con el fétido aroma de mis manos y uñas agrietadas por los restos de carbón para la cocina, con la infecta colonia del aguarrás y la lejía, únicos perfumes que me eran dados a oler en aquellos días de la miseria y del trabajo duro. Y yo sólo era una niña.

Esa noche me acosté entre dulces ensueños, imágenes amables en que una alta señora, hermosa, alta y limpia, se me acercaba entre rosadas nubes de algodón dulce portando para mí el globo del mundo que, eso sí, era todo de color rojo y tenía un olor extraño y místico, como si fuera un mismísimo queso de bola. La dama me sonreía y mojando sus largos y elegantes dedos me quitaba con su saliva, como untándome con su sagrado óleo, los churretes negros de la mejilla. Y recuerdo que me dormí besando con amor, casi mordiéndolo, el pequeño trozo de almohada que me correspondía, sin importarme por esa noche los feroces pellizcos que mi hermana me daba siempre para hacerle más sitio en la cama.

Al día siguiente, todo fueron prisas. Recuerdo que era domingo, pero la llegada a Cádiz de una santa de las de verdad hizo posponer a toda la ciudad el acudir a misa para más tarde. Entonces mi hermana Carmela me agarró del brazo, me lavó raudamente con la esponja áspera, me colocó el traje azul de los pespuntes, cambiaron mis chanclas rotas por los viejos zapatos de Angela, que me quedaban muy grandes, recolocaron mi pelo en dos coletas torcidas, y las gemelas charlatanas me arrastraron apresuradas después. Y yo sentía, llevada en volandas, transitar por un nuevo día feliz y mágico, en el que no tenía tiempo siquiera para miedos y ensoñaciones que los itinerarios gaditanos siempre proporcionan. Atrás quedaron los callejones de San Juan con sus faroles rojos de amores portuarios, la mole imponente de la Catedral y la oscura esquina pasional de los Piratas, sin que yo me dignara hacer ningún comentario, ni observara ninguna novedad.

Mis hermanas parlanchinas, en cambio, no dejaron de hablar todo el rato, entre cuchicheos algo descuidados, porque esta niña soñadora sí que se enteraba.

- ¿Ves cómo al final es mal negocio ser honrada? Ahora la veremos. Dicen que se dedicaba a la mala vida antes de pescar al gran hombre. Y claro, así aprendió todas las mañas que a ellos les gustan.

- Lo que es seguro es que era actriz y por allí, ya se sabe que van llenas de joyas, pieles y trajes elegantes. Lo que pasa es que en América los hombres están obligados a mantenerlas por todo lo alto, pues si no, los dejan, y entonces se buscan a otro y ya se sabe que los cuernos es lo único que ellos no soportan. Lo que sí es buen negocio es tratarlos mal. No como haces tú con tu Fortunato, infeliz, que hasta le llevas la comida al trabajo.

- Oye tú, solterona, que Fortu me quiere, que nos casaremos cuando juntemos para la casa. Y yo prefiero esperar, lo que no me da la gana es meterme en la casa de vecinos con la madre, de eso nada. Lo que pasa es que aquí somos unos desmayados y unos muertos de hambre, no como en América. Mi Fortu me contó que, por lo visto, allí todo es muy grande y por eso a quien llega el gobierno le da tierra propia, buenos y grandes cortijos, donde crían animales y la hierba crece sola. Y con suerte, algunos tienen en ellos hasta árboles, que aquí no hay, algunos con nombre raro, ombú, me parece que me dijo, donde igual que aquí caen peras, allí dan esmeraldas. ¡Así cualquiera!

- Pues si en América todo es así, tu te quedas aquí con tu Fortu que yo mejor me voy a buscar uno de esos guachisnai que vienen al puerto.

- Sí, igual que Mariquita Pe, que se lió con un viejo horroroso y se la llevó a Puerto Rico... ¡ni por todo el oro de América!. No, yo me quedo con mi Fortu...

- Oye, corre más, que no llegamos.

Y llegamos, claro que sí, después de varios rodeos alrededor de la Plaza, dejando atrás más recovecos acogedores para soñar: el callejón de los negros, la esquina de los flamencos, la cuesta de la jabonería, la posada del mesón y el palacio de los Lasquetti. Espacios donde las piedras me hablaban de remotos parajes, de estampas lejanas en el tiempo y en el espacio que hicieron en mi mente acabar de improviso la incesante perorata de mis hermanas gemelas, cacareo sin sentido que me hacía vislumbrar un futuro gris, más desangelado aun que el boniato que me servían de cena todas las noches. Porque esa captura de hombres domésticos, hombres como refugios o trampolines sociales, parecía constituir la única aspiración de sus vidas. Varones muy diferentes a los que yo quería para mí, hombres como onzas de chocolate o como ráfagas de viento que vinieran a raptarme a mí y no yo a ellos. Que me acompañaran por caminos y mares lejanos, por sendas no transitadas de aventuras y conocimientos, que me arrancaran de cuajo y sin vuelta de hoja de esta vida negra que el destino parecía haberme ya trazado. Pero seguimos andando en el presente, por lugares despejados de otros seres que tuvimos que recorrer apresuradas para alcanzar, por fin, uno de los cinco embudos con los que se llega a la plaza de San Juan de Dios, toda ella cubierta por una multitud coloreada por las extrañas banderitas de mi padre.

Mis hermanas, avispadas como todas las hembras de la familia, lograron abrirse hueco entre la multitud entre codazos y empujones varios, hasta colocarse en primera línea de avistamiento. No tenían intención de perderse ningún detalle: el peinado que después copiarían o el vestido que tratarían torpemente de reproducir luego con una tela más basta, eran sus principales objetivos del examen que esperaban realizar a la Santa. Y yo mientras sobrecogida, aun con fe en la llegada de ese ser milagroso que vendría a quitarnos el hambre, según refirió mi padre.

Y así transcurrieron quince o veinte minutos bajo un murmulleo creciente y un sol implacable y yo ya no sabía dónde colocar los pies en aquellos zapatos de número superior al mío. Los del gobierno habían dispuesto una larga y delgada alfombra roja desde la puerta de la alcaldía hasta la entrada del puerto, lujosa diagonal que rompía en dos mitades aquella plaza para que la santa pudiera levitar por ella y después, previsiblemente, pudiera bendecirnos desde el balcón presidencial. Y entonces, entonces, los murmullos se volvieron gritos y un enorme coche, grande y negro, se paró justo ante el inicio del alfombra.

- Fíjate la señorita, no puede venir andando desde el puerto, y eso que son dos pasos.

- Cállate. Ahí está.

Efectivamente, allí estaba. Le abrieron la puerta de atrás y vimos deslizar una larga y delgada pierna y después la otra, piernas suaves y depiladas cubiertas por unas hermosas y fascinantes medias de seda, objeto casi irreconocible por estos lares. Y después vimos sus manos, largas también, pero huesudas y nerviosas, que se posaron sobre las del agente repeinado que caballerosamente le ayudaba a bajar. Y los gritos de la gente fueron a más cuando la contemplamos entera: alta, delgada, elegante y sobre todo rubia, muy rubia, recogido el pelo con un moño imponente y un alegre sombrero blanco con una pluma azul.

- No es rubia, es teñida, ese rubio es de bote. Y además el moño que luce está hecho con pelo postizo. Fíate de mí que sé de peluquería.

- Oh, pero ¡qué elegancia!

Porque de hecho, la dama lucía un porte que cortaba la respiración. Ya de por sí espigada, parecía andar por la alfombra de puntillas y estirando el cuello, a una altura inalcanzable para el resto de los mortales que la contemplábamos admirados. Y se tomó su tiempo, claro que sí, en erguirse y sonreír orgullosa, despojarse lentamente de unos pequeños guantes blancos y saludar abierta y segura a la multitud de ropajes negros y remendados y de rostros castigados que la contemplábamos. Y se deslizó lenta, perfectamente copiada la actitud de aquellas reinas y heroínas europeas que estudiara hace mucho tiempo y emitiera en sus seriales. Al fondo, le esperaba un alcalde con bigote, gordo y calvo, estampita perfecta que el franquismo destinaba a cada municipio, y una niña muy atildada, con tirabuzones rubios y trajecito de organdí que portaba un enorme ramo de rosas rosas, cursilada haciendo juego, mucho más grande que ella.

Hacia la mitad del recorrido, casi a la altura donde yo me encontraba, el ramo y la niña se adelantaron hacia la dama realizando una complicada genuflexión de homenaje principesco. La pequeña Shirley Temple a duras penas pudo sostener el ramo con una mano y recogerse modestamente el vestidito con la otra, para agachar una rodilla e inclinar su cabeza, a modo de saludo. Y a modo de sonrisa, la dama hizo una mueca y recogió el ramo con un brazo, mientras su otra mano se posó levemente entre los lustrosos tirabuzones dorados. Y todos aplaudieron y hasta se escucharon algunos vítores, mientras yo acercaba mi nariz para percibir de lejos el olor de santa que, mezclado con el de las rosas, intentaría recordar cuando quisiera olvidarme del otro, del de siempre, del olor del hambre.

Pero la santa no sería santa sin hacer un milagro, que desde el tiempo y la distancia desde la que cuento esto, pienso que igual estaría ensayado, preparado, amañado o estudiado. O quizás no. El caso es que la santa se volvió, achicó los ojos, estudió a la multitud y se dirigió a mí... ¡a mí!, un manojo de nervios sucios vestida de remiendos, calzada con chanclas rotas y dos coletas morenas y torcidas. Porque ella no podría ver otra imagen que ésta que tristemente describo. O quizás vio a alguien más, o tal vez, como dijo mi padre cuando nos enteramos que murió, lo que percibió al verme fue la niña que había en ella, la que llevaba dentro, la niña mísera que todavía conservaba tras tanta sobrecarga de joyas y oropeles. Pero se acercó, cesaron los gritos, cuchicheos y murmullos de la gente y de repente, ella se agachó, ¡se agachó!, hasta ponerse a mi altura, acariciarme las coletas y preguntarme ¿cómo te llamás?. Y su voz era ronca y cálida, en un acento extraño, áspero y acariciante. Y mis ojos se agrandaron asustados y admirados y le sonreí y a duras penas le dije que mi nombre era Eva, Eva Martínez pa servirla a usted. Eva como yo, me dijo. Y sonriéndome, me dio el ramo, que es tan hermoso y huele tan bien y es para ti, para que nunca me olvides. Y jamás lo haré, te lo prometo, mi señora. Y me besó en mi sucia cabeza y se irguió y se marchó, hacia los discursos, hacia la gloria. Eso hacía ella, mientras que yo, ya santificada, terminé por hundir mi carita embriagada entre las rosas, bendecida por su olor, cual cabecita negra de este hemisferio.

lunes, 19 de abril de 2010

EL CABALLITO DE MAR

Un cuento de
Willy G. Bouillon

No tenía sentido, y, por eso tenía todo el sentido del mundo"
(Paul Auster, Trilogía de Nueva York)

Un día desapareció el caballito de mar. Un caballito de mar de vidrio, que me había regalado Pancho. Nos peleamos cuando nos conocimos y nos hicimos amigos. Todo junto un día de verano. Murió a fines de 2003, en Irak. Se había enganchado como mercenario. "Paga: 4000 dólares por mes. Promedio de sobrevida 3 meses", se leía sobre el contrato que firmó. "Si sobrevivo esos tres meses, me vuelvo con 12.000", comentó. A los dos meses y medio lo mató un francotirador.

Lo conocí en Mar del Plata. Yo acostumbraba a ir a un bar que estaba frente al puerto. Me tomaba una cerveza en la barra, al atardecer. Lo había hecho mi favorito. Tenía un gran espejo y jugaba a deducir los nombres de los pesqueros amarrados, que se reflejaban en él, al revés: "Nauj Esoj", "Al atoivag".

Allí estaba el 11 de enero de 1978. Recuerdo la fecha porque siempre llegaba el 10 y fue el año en que se hablaba de un posible despelote con Chile. Al día siguiente fui al bar. Se sentó a mi lado una rubia muy bronceada, vestida con un pareo. Calzaba unas sandalias que dejaban ver buena parte de sus pies. Los fetichistas amamos los pies de las mujeres. Pidió también una cerveza que tomaba a sorbitos mientras leía un libro. De vez en cuando me miraba por el espejo. Decidí entrar en acción. Ataque por sorpresa, mi especialidad. "¿Puedo hacer bibliomancia?", pregunté. "Qué", dijo. "Bibliomancia. Prestame", y le saqué el libro. Hice pasar las páginas, metí el índice entre dos y recité un párrafo posibilitario: "Lo importante nunca está demasiado lejos", inventé. Lo cerré y se lo devolví. "Se refiere a este encuentro y a algo que me pasó hoy", decodifiqué. "Qué te pasó", preguntó. "Estuve por ahí", respondí, ambiguo. En eso entró un flaco. Duro, de esos que no bailan. "Hola", saludó ella, medio en blanco. Pero él ni la miró. Me miró a mí. "Desaparecé", dijo. "No quiero", dije. "Entonces, vamos a un lado, te reviento y listo", dijo. "Está bien", dije, y salimos, mientras la rubia volvía al librito, sin pizca de que le interesase nada más.

Llegamos a un baldío, y al ratito nos dábamos con todo. Se ganaba y se perdía, alternativamente. En silencio, casi. Más ruido venía del mar y de la avenida Dávila. Era una pelea sin horario, como debe ser una verdadera pelea: absurda, porfiada y sin límites. Aunque a veces había una especie de acuerdo tácito, y parábamos y cada uno volvía a sus cosas. En una de esas pausas, él sacó un caramelo y lo comió despacio, pensativo, mirando hacia el mar. En mi cabeza surgían frases extrañas: "La Tierra no es achatada", o "Aquel amanecer, en la playa ". Después volvíamos al combate, sudorosos, mientras llegaba la noche y la ropa se nos iba poniendo a la miseria. Pensé también que podíamos figurar en el Libro de los Récords. Pero, ¿cómo demostrábamos que habíamos peleado durante tanto tiempo, como en "El hombre quieto"?

A eso de las 8, apareció un ciruja, arrastrando un carro y seguido por un perro escuálido. Dejó el carro en la calle y entró en el baldío, junto con el perro, y después de observar la escena unos segundos se nos acercó, interponiéndose. Hizo el gesto del básquet para pedir un minuto y preguntó, delicadamente: "¿Los señores no tendrían unos pesitos para poder tomarme un vino? Digo, si no es molestia".

Miré a mi enemigo. Una forma de llamarlo, porque habíamos compartido demasiado. Pelearnos era como compartir, por qué no. Lanzamos una carcajada y juntamos unos pesos para el vino del ciruja. Y nos fuimos a tomar un trago nosotros también. Me contó que era escritor. "Outsider", recalcó. Acababa de terminar una novela, titulada "Fellatio s Queen" (el nombre de un boliche de "lo peor", aclaró), en la que se burlaba de todo, especialmente de los escritores. "Hay un personaje que quiere dictar un taller para dejar de escribir", ilustró.

En un momento descubrimos que teníamos la misma edad y que habíamos nacido el mismo día. Esa noche nos hicimos amigos. Amigos en serio. "Para serlo, hay que haber estado en la guerra, como estuvimos nosotros en el baldío", dedujo. Propuso algo muy en su estilo. En nuestro día debíamos hacernos un regalo, pero debe ser como nuestra pelea. No debe ser comprado, sino encontrado, fabricado a mano o robado. En 1985, me regaló el caballito de mar. "Robado", dijo, sin explicar dónde ni cómo.

Desde entonces, y más aún después de su muerte, fue "el" recuerdo de Pancho. Una mañana, desde el balcón miré hacia donde estaba el caballito, en la biblioteca, y no lo vi. Revisé todo el mueble, arriba, detrás, abajo. Les pregunté a María y a Solange y no sabían nada. Extendí la búsqueda a otras partes: placards, jarrones, cajas. Me rendí sólo a los tres días. Rendición y tristeza. Había muerto Pancho y había desaparecido el caballito de mar que me regaló un día. Podía reemplazarlo por otro, pero no era lo mismo. Alguien podría poner 100 en el estante, pero yo quería sólo ése. Si te apareces con él, Silvio, haría lo imposible por encontrarte tu unicornio azul.



viernes, 12 de marzo de 2010

LA JAULA - Alberto Díaz-Villaseñor

La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida.

Hacía dos años que se prejubiló de su empleo de embarcador en la jaula de la mina y ahora se pasaba las horas muertas en el bar. Desde después del almuerzo hasta la cena. Su mujer ya no le reñía, y si al principio ella pensó que el que no tuviera que bajar más al pozo era una garantía de que no perdería a su marido, más tarde se dio cuenta de que era ahora cuando lo había perdido definitivamente.

Como todas las tardes, se quedó observando el vaso con mirada profesional. Era un vaso de tubo con un cubito de hielo enfriando el gin-tonic. Miró otra vez la bebida, era la octava vez que le servían. No, él no hacía aquello por beber sin más, podía jurarlo ante Santa Bárbara; lo que pasaba es que un día descubrió que aquel pedazo de hielo, subiendo y bajando por el tubo con cada llenada, le recordaba la jaula que durante tanto tiempo tuvo a su cargo. Cuando la bebida se terminaba y el hielo llegaba abajo él se hacía servir otro gin-tonic, y no dejaba que le cambiaran el cubito –ya casi derretido- hasta que volvía a asomar por el borde del vaso. Entonces sí, una nueva jaula, un nuevo embarque, de este modo comenzaba otro trayecto más que había que recorrer, poquito a poquito, con cuidado, con mucha precaución para que a los compañeros no les ocurriera nada. Y unos pocos tragos más tarde, otro viaje hacia arriba de aquella jaula de hielo que flotaba en el magma transparente y frío de la bebida, tan transparente y tan frío como su propia agonía.

No le había contado a nadie su descubrimiento. En cierta ocasión intentó explicárselo a uno que estaba acodado en la barra junto a él, pero ya llevaba más de diez descensos al pozo y la lengua no le obedeció.

Miró el vaso una vez más. Ya estaba vacío. La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida. Pidió otro, y ya iban doce, o quince. El de la barra lo miró con preocupación y quiso servírselo más corto, pero él le sujetó la mano hasta que consideró que la ginebra alcanzaba la cota adecuada. Sus compañeros, dentro de la jaula, se alegraron, ya estaban otra vez arriba.

Poco a poco, con sorbos que más parecían besos, con mimo, fue haciendo bajar su jaula de hielo. Pero de pronto sintió un estruendo. Las sogas y las cadenas se habían desprendido de las poleas y todo el mecanismo se había derrumbado en medio de un estrépito. La torpeza de sus manos ebrias había hecho volcar el vaso sobre el mostrador. Con la mirada turbia de los borrachos y de los sabios contempló el líquido derramado. Comenzó a gemir con un desasosiego que iba a romperle el alma. Buscó y rebuscó pero no encontraba la jaula. Palmoteó sobre el líquido, después hizo caer algún taburete mientras buscaba por el suelo al pie de la barra, hasta que los gritos de angustia de sus compañeros le orientaron y la halló debajo de una mesa, en un rincón. Se acercó arrastrándose, tembloroso, y, una vez que estuvo cerca, pudo ver sus rostros contraídos a través de las paredes transparentes, vio las manos implorantes, unos rostros y unas manos que le acusaban de impericia y culpa. Quedó allí quieto, desmadejado, y los parroquianos pudieron escuchar sus sollozos. -¡Los he matado, los he matado, Dios mío, Santa Bárbara...! –dijo, antes de quedarse profundamente dormido bajo la mesa.

jueves, 11 de marzo de 2010

MOBBING - Un cuento de Alberto Díaz-Villaseñor

Huir es siempre una pesadilla, un callejón sin salida, un par de labios rojos que se cierran como guillotina.

Mobbing, mobbing, este tío me estaba haciendo mobbing y yo lo aguantaba no sabía por qué. Porque no tengo cojones lo aguantaba, pero el día que los pusiera sobre la mesa, los cojones, se iba a enterar; entonces ni jefe ni san jefe, ya lo iba a ver. Ya se había cargado a dos compañeros. Al final, como no podían aguantarlo más, los dos se fueron de la empresa y, lo más curioso, sin rechistar en el último momento a pesar de todo lo que habían rajado los meses previos. Pero a mí me iba a oír en el antes, en el durante y en el después. Coño, es que ya me estaba tocando mucho los huevos.

Me fui como cada noche, cabreado, al cibercafé. Un sándwich de huevo duro, una birra y el chat pillín antes de la cama y la paja. Sondeé los fórums y las salas de videoconferencia como de costumbre. Me quedé con aquel tan lleno de sugerencias que decía en su descripción “chiquita y bonita te la pone gordita”. Piqué, vaya si piqué.

Me logueo, me acepta, meto el número de la visa, me vuelve a aceptar y ya está. Veo ante mí una ninfa, una preciosa rubita en verdad jovencita y demoñesa. El chat comienza brutal, la nena se enfoca la webcam aquí y allá, yo, como un imbécil, hago lo mismo con la mía no sé para qué porque estoy en público y vestido; al momento me la pone, en efecto, gordita. Mis dedos en el teclado vuelan. A través de los auriculares a toda potencia jadeos van y jadeos vienen de aquel ángel exterminador. En un momento se me hace que sólo se oye en el cibercafé el aporrear inmisericorde de mis dedos pidiendo más y más, y más, y esto y aquello, y hazte y déjate hacer. Y ya creo que hasta la gente de alrededor me observa la cara de vicio, o eso me parece. Lo mejor es que ya ni me acuerdo del jefe ni de nadie.

De pronto, a espaldas de la nena aparece un hombre. El cerrado ángulo de la cámara no permite verle la cara hasta que se agacha junto a ella. ¡Es él, el hijoputa, mi jefe! Me mira sonriendo y me dirige un dedo acusador como una pistola. No hizo falta que hablara, sus ojos decían claramente: “¡te pillé!”